Ciudad de México, 31 de octubre 2023
Trágico, desgarrador y penetrantemente doloroso es ver en qué se ha convertido hoy la gran ciudad que en el pasado llegó a ser conocida como la Perla del Pacífico Mexicano: Acapulco.
Y no fue el crimen organizado, ni los gobiernos corruptos y mediocres que la han saqueado en los últimos 20 años. Fue la madre naturaleza, esa que cuando se enoja nos recuerda claramente quién manda en este mundo.
Aunque sus años de gloria y esplendor ya han pasado, Acapulco conservaba aún casi intacta la huella de esos días en las que parecía que nadie dormía sobre la Costera Miguel Alemán, Las Brisas y todas sus playas.
Visitar la ciudad era como viajar al pasado, a los años jóvenes de mi padre, quien me relataba con los ojos llorosos de recuerdos y una gran sonrisa en el rostro, como Acapulco era cautivante, excesivamente alucinante y hasta adictivo.
Ver en pie sobre sus playas esos grandes y lujosos hoteles que mi viejo me relataba en sus anécdotas vespertinas de camino a jugar fútbol, me hacía imaginar cómo debió ser esa gran ciudad en sus años de mayor locura, y observar en qué la tenían convertida hasta hace unos días me provocaba coraje.
Era para mi increíble pensar que se pueda -casi- aniquilar a una gran ciudad, solo por dejar florecer al crimen organizado, y por permitir que llegaran a gobernarla personajes corruptos, sin amor por el pasado glorioso del gran puerto orgullo de México en los años 60s, 70s, 80s y 90s, pero, sobre todo por dejarlo en manos de funcionarios y políticos mediocres.
Aun así, Acapulco se resistí a ser asfixiado. Sus años de mayor esplendor aún vivían fuertemente aferrados en el recuerdo de muchos que con frecuencia lo visitaban, la mayoría de las veces con sus familias. Mi padre era uno de esos, pero él iba solo. Nunca pude acompañarlo en uno de sus perenigrajes anuales a revivir sus recuerdos, visitar a sus viejos amigos de la universidad, y a mis hermanos mayores que ahí residen.
Se estaba creando también una generación de jóvenes que veíamos a Acapulco como una opción por su cercanía a la Ciudad de México para ir a relajarse unos días. Yo llegué a ir al menos dos veces al año, pues me queda de paso rumbo a la tumba de mi padre, situada frente al mar en la Costa Grande de Guerrero, allá donde conoció a su primer y más grande amor, me decía con tono irónico.
¡Ah qué Acapulco tan terco! Tanto se resistió a que sus autoridades y el crimen organizado le dieran la estocada final, que se descuidó.
Florecieron en el sin control una nueva casta de edificaciones altamente desinteresadas en prevenir que tal vez lo que sucedió el pasado martes 24 de octubre, sucedería. Y se les olvidó de igual manera darle el mantenimiento correcto a todo aquello que nos hacía imaginar que tal vez el Acapulco de nuestros padres y abuelos, resurgiría en cualquier momento.
Y llegó Otis, “provocado por el calentamiento global”, dicen algunos; otros que fue un fenómeno “atípico” de la naturaleza, pues anualmente el puerto recibe al menos un huracán de baja intensidad, nada de que preocuparse, al contrario, fueron tantas pequeñas depresiones tropicales, que se les olvidó que la naturaleza es caprichosa, violenta y que ella manda.
Los vientos de más de 300 km/h “ensordecían los oídos, los tapaba y había que cerrar todas las puertas y ventanas de la casa, pues si se te abría o rompía alguna se generaba un efecto de succión”, me relata ‘Pepe’, mi hermano mayor, residente de las partes altas de Acapulco, donde su humilde hogar tiene una vista envidiable de la ciudad, hoy a oscuras en su mayoría.
Otis los agarró de sorpresa, me comenta ‘Pepe’, quien señala que nunca se enteró que tenía que prepararse para lo que viviría junto a su esposa la noche del martes 24 y madrugada del 25 de octubre.
“Cuando abrí mi puerta en la mañana no podía creer lo que vi. Las casas y techos de algunos de mis vecinos ya no existían. Las torres (de alta tensión de la CFE que atraviesan el cerro de las Tres Piedras) parecían dobladas por las manos de un gigante”, me dice con incredulidad.
Y lo mismo vivieron las casi 1 millón de habitantes de la ciudad. La gran mayoría fueron sorprendidos. Estaban solos, no había nadie que les dijera qué estaba pasando. No hubo forma de que se enteraran qué sucedía 15 minutos después de que Otis llegó con sus rachas de viento de hasta 300 km/h, pues las comunicaciones y la energía eléctrica cayeron de inmediato.
No me puedo imaginar el terror que debieron vivir los acapulqueños durante las 8 horas que duró la visita de Otis como huracán categoría 5, antes de bajar a categoría 2 y posteriormente degradarse a tormenta tropical.
Hoy el panorama es desolador. Todo está dañado. Desde el hotel más lujoso y la casa del más millonario, hasta el negocio más austero y el hogar de la familia más humilde. Y no exagero, ¡todo está dañado!
Los comercios están saqueados, pero no solo los que ofrecen vivires, también joyerías, relojerías, tiendas de ropa, zapaterías, bancos, tiendas departamentales, papelerías, etc, ¡todo!
Los iconicos hoteles de los que mi padre me hablaba en sus recuerdos están severamente dañados, pero lucen fuertes y requerirán algo de trabajo para volver a ser puestos en marcha; pero no a todos les fue igual, pues a los que abusaron de la mampostería en sus ‘modernos’ diseños y métodos constructivos, Otis los desnudó dejándolos encuerados, o mejor dicho, en fierros, con la estructura a la vista y mucho trabajo que hacer para volver a habilitarlos.
La Diana sigue de pie, pero a su alrededor aún están los desprendimientos de mampostería de los grande y ‘modernos’ resorts que la rodeaban, y digo “rodeaban” porque hoy son esqueletos; y así casi toda la costera Miguel Alemán. La iconica botella de Coca Cola del Boulevard también está en suelo y pocos la ven debido a la maleza que hay en el lugar donde cayó.
”Nos vamos a levantar”, me asegura Daniela, joven empresaria que pasó de atender la tienda de lentes fundada por su padre hace 52 años, a buscar comida y agua para sus vecinos también comerciantes del Mercado de Tepito de Acapulco, pues asegura que los saqueos comenzaron desde el primer día que Otis destruyó la ciudad y se han tenido que organizar para que sus mercancías no sean robadas, ante la ausencia casi total de seguridad.
Acapulco no ha muerto, Otis desnudó problemas, sobre todo de confianza y malos métodos constructivos, y también metió en apuros a las autoridades estatales y federales, pues se calcula que levantar la ciudad costará entre 13 y 15 mil millones de dólares. Recursos que en su mayoría deberán ser cubiertos por aseguradoras en el caso de los hoteles y prestadores de servicios turísticos, y por los tres niveles de gobierno en el caso de la población civil.
Lo que es un hecho, es que hoy todo el mundo se acordó de Acapulco, pues la noticia de su desgracia hoy es tema de conversación en todos lados y ya hay quienes esperan su levantamiento.
Ahora videos, fotos y demás recuerdos de la que fue reconocida como la Perla del Pacifico Mexicano se ven por todas las redes sociales, pues la nostalgia invade a todo aquel que alguna vez visitó el bello puerto y lo mismo sucede en el extranjero.
Otis destruyó Acapulco y borró muchos vestigios de su pasado luminoso, pero revivió su gloria y pronto un nuevo destino turístico de talla mundial resurgiría de la desgracia que hoy viven los acapulqueños, porque así es Guerrero y porque así somos los mexicanos.
Por Carlos Domínguez